Vemos a diario personas cuyo impulso se expresa en
forma primitiva: molestando, exigiendo lo que quieren, presionando, gritando,
pegando, insultando; personas que crecieron muy probablemente sin o con muy
pocos límites, por lo que no se percataron de que las otras personas existen siendo
diferentes, con sus propias características, necesidades, ideas, sentimientos, viendo muchas veces a los otros
como extensión de sí mismos, de sus deseos, dando como resultado poco respeto y
consideración a los demás.
El límite evita el desborde, encauza la energía hacia algo productivo, como
por ejemplo hay personas muy impulsivas, cuya carga agresiva la expresan civilizadamente: se sienten bien
esculpiendo, cortando, haciendo manualidades, cerámica, deportes fuertes o
también dirigiendo, liderando grupos, con un fuerte impulso a crecer.
Ellas desarrollaron el control de sí
mismas, la empatía, la capacidad para
posponer, manejar la frustración, esperar, habilidades necesarias para vivir en
comunidad.
Si
buscamos una convivencia pacífica empecemos aceptando que “mis derechos terminan donde empiezan los
derechos de los demás”.
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